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MANIFIESTO DE RAMÓN CABRERA AL PARTIDO CARLISTA

1.875

Debo y deseo explicar a mi partido el acto voluntario, espontáneo y patriótico que acabo de verificar reconociendo por Rey de España a D. Alfonso XII. Poniendo como soldado la lealtad, ante todo. Voy a hacerlo con entera franqueza...

Consideraría que insultaba a mis fieles amigos, a mis compañeros, a mis hermanos y creería insultarme a mí propio si protestase de la pureza de mis intenciones y de la nobleza de mis sentimientos.

Dios, Patria y Rey, dice nuestra bandera; Dios primero, después la Patria y por último el Rey. Olvidar a Dios y destruir la patria por un rey es hacer pedazos nuestra bandera. No lo haré esto yo; ni como católico ni como español puedo hacerlo, porque la religión y la patria reclaman imperiosamente la paz, y la Providencia en sus altos designios lo exige... Sobre el deber de una consecuencia estéril está el deber de una abnegación fecunda.

Cumplo este deber con profunda convicción, y al aceptar un hecho consumado, al reconocer a D. Alfonso por Rey, pongo en sus manos para que la guarde y honre la bandera que he defendido siempre y que lleva escritos los sagrados principios de nuestra causa.

No escribiré aquí el capítulo de las faltas cometidas; no opondré a los insultos, a las calumnias, a las indignidades de que he sido objeto, amargas críticas o razonadas acusaciones. En todo lo que pasa veo una gran desgracia, y mi corazón es muy noble para no respetar el infortunio de mi partido.
Las mismas causas que en 1839 y en 1848 frustraron nuestros esfuerzos han vuelto a aparecer en 1875. ¿Debemos sostener constantemente esa lucha sorda y alimentar ese germen de discordia que condena a nuestra patria a un eterno martirio? ¿Debemos predicar la caridad sobre cadáveres? ¿Debemos edificar nuestros principios sobre las ruinas de un pueblo? Nuestra causa ha contado siempre con heroicos soldados, con sublimes mártires y ha dado ejemplo de admirables sacrificios ¿por qué pues no hemos triunfado?

Permitidme guardar respetuoso silencio sobre esto. Os aseguro bajo mi palabra de caballero y de soldado que conozco las causas de ese mal éxito; y por lo mismo que las conozco y que amo a mi patria, doy este paso con ánimo de salvar los principios que siempre he defendido, que quiero continuar defendiendo y que espero me ayudareis a defender en un terreno noble, generoso, y fecundo, donde estaré a vuestro lado y donde moriré, si Dios escucha mis ruegos, después de haber conseguido que os admiren hasta nuestros enemigos.

Para saber lo que valéis es preciso haber vivido entre vosotros, conocer vuestras necesidades y vuestras aspiraciones; en una palabra, saber que lo que vosotros defendéis son los principios fundamentales de una sociedad honrada. Así, pues, quiero dedicar el resto de mi vida a inducir con toda la energía de mi alma al soberano, a quien deseo confiar la defensa de nuestra causa, a satisfacer nuestras aspiraciones legítimas para que los gobiernos se ocupen más en la administración y menos en la política, piensen más en los pueblos del campo y menos en las ciudades, y tengan en cuenta nuestros sentimientos, nuestra educación y nuestro bienestar. Vosotros podéis ayudarme en esta empresa que será la última de mi vida, robusteciendo el principio de autoridad y obligando con vuestra decisión y vuestro ejemplo al gobierno a hacer justicia a todos.

Si yo creyese que podéis alcanzar el triunfo por el camino que seguís, mi sangre regaría ese camino. Yo he nacido para vosotros y con vosotros he vivido ¡Qué gloria para mí mayor que la de morir por vosotros!

He estado siempre dispuesto a marchar a vuestro lado y a ser vuestro en todo y por todo; pero se han desechado mis consejos y mi persona. Lejos de vosotros en este retiro, os he seguido paso a paso, he visto vuestros sacrificios y mi corazón estaba en medio de vosotros. Al respetar la voluntad de Dios, deploraba la ceguedad que hacía fracasar vuestros esfuerzos. Hubiera deseado que la Providencia os favoreciera. En cuanto a mí, siempre he cumplido mi deber, indicando los peligros y dando los consejos que hacían para mí una obligación mi edad y mi historia.

La sangre generosa de nuestros soldados se gasta en combates gloriosos pero estériles. El país que conoce su valor y su habilidad, espera, pero en vano una noticia cualquiera referente a la política de los hombres que los dirigen. Tenemos ante nosotros a la Europa liberal, y nada se ha hecho hasta ahora para asociar a nuestra causa los elementos asimilables que contiene; somos católicos y hemos obtenido, sin que quepa la menor duda, la bendición de la Cabeza visible de la iglesia.

En esta situación la guerra podría prolongarse muchísimos años, pero en fin, aun cuando nuestro triunfo estuviese asegurado, no izaríamos nuestra bandera sino sobre un montón de ruinas. Es una verdad dolorosa; pero es una verdad.

Don Alfonso, colocado en el trono por circunstancias providenciales y que por razón de su edad no es responsable de funestos errores, ha expresado un deseo que forma su grandeza; la paz. Los hombres de su partido le han secundado. Unos y otros, llenos de admiración por vuestras virtudes y haciendo justicia a vuestra lealtad, han creído que era hora de poner término a la lucha, dando prueba de una gran abnegación y de un gran espíritu de justicia.
Se me ha enterado de estos nobles proyectos; y yo que podía dejar en el abandono a los que me habían abandonado, he querido hacer un gran sacrificio y dar el ejemplo a todos.

Después de haberme oído, el partido carlista tendrá, según creo, la cordura y la justa apreciación necesarias para formar de mi conducta un juicio equitativo; pues si hasta ahora he llevado la abnegación hasta el punto de sobrellevar en silencio los ataques y las calumnias, deberes más imperiosos que los de la prudencia me obligarían a revelaciones que, en honor de la historia, vale más sepultarlas en un olvido generoso.

Apelo a vuestra razón y a vuestros sentimientos, exponiéndoos lealmente mi resolución. Si la imitáis, haréis una gran cosa, pues obedeceréis a la voz del patriotismo que pone la paz por encima de todo. En otro caso, nuestra bandera será destrozada; vosotros os quedaréis con el Rey; yo me pondré al lado de Dios y de la patria. Ramón Cabrera. (Liberté)

Diario de Barcelona, marzo de 1875 - pág. 2990 -

MANIFIESTO DE RAMÓN CABRERA A LA NACIÓN


Españoles: En nombre de Dios que manda que no se desprecien los consejos de la prudencia, tened un momento, un solo momento de serenidad, y escuchadme.

Yo soy quien cuarenta años ha mandaba en Aragón y en Cataluña las tropas que defendían la tradición, y más adelante las dirigía en una campaña contra el poder constituido; yo soy aquel que arrancado de las aulas de las Universidades por el torbellino de la guerra, llegué a hacerme amar y temer como general, y no recuerdo por vanagloria lo que fui, sino simplemente para deciros sincera y verdaderamente que soy aquel mismo hombre, y que aspiro a servir a mi patria con el mismo ardor y con la misma fe que me animaba cuando caía herido en el campo de batalla, o cuando apoyado en los hombros de mis soldados, tenia que dictar órdenes en el fuego de la acción y a pesar de la fiebre que me devoraba.

Si; yo soy el que vine, merced a Dios y a mi desgracia, para personificar en su más alto grado de exaltación los efectos particulares de la guerra civil. Españoles, creedme, hablar de esta calamidad me aflige, porque la conozco demasiado y la detesto.

Es indudable que la guerra puede ser justa cuando es justo su fin, y este fin es determinado y seguro. Después de la muerte de Fernando VII el fin de la lucha era popular: queríamos conservar instituciones seculares, usos piadosos y tradiciones queridas; combatíamos porque quitarnos aquel régimen era en cierto modo expulsarnos de la patria católica, española y monárquica, y por eso nuestro pecho servía de escudo al sacerdote que nos instruía y al Rey cristiano que representaba dignamente nuestra causa.

En 1848, aquel mundo que había desaparecido de la realidad vivía aun en la memoria, y por lo tanto el fin de la guerra estaba comprendido en esta sola palabra: restauración. Pero en la actualidad ¿quién puede saber para que serviría la dominación del carlismo? ante esta falta absoluta de plan y de concierto ¿quién nos dice que aun triunfando, después de una guerra tan desastrosa, no nos encontraríamos con un triunfo mezquino de palabras y con otra guerra indispensable para asegurar el triunfo de las ideas? ¿Quién nos asegura que no se diezma la juventud y se devasta el país para entronizar lo que se combate? Los que no han visto podrán decir: ¿quién lo sabe? Pero nosotros que hemos visto... lo sabemos.

Dados el cambio sobrevenido desde 1833 y la triste realidad de tantos desastres ¿qué medidas o reformas de una realidad apremiante realizaría el carlismo en el poder? Se ha querido llenar el vacío con proclamas y manifiestos que nada determinan, y este vacío es imperdonable, porque si basta al voluntario, inquietado en su fe y herido en su dignidad de español, saber que se bate, importa a la nación saber positivamente porque se hace la guerra, pero saberlo de modo que pueda decir antes del triunfo, antes del tiempo de las ingratitudes: ¡Esto se escribió y selló con la sangre de mis mejores hijos!

Los excesos de la revolución produjeron indudablemente en la sociedad española una impresión tan profunda que los hijos de familias pobres y de familias acomodadas, los carlistas de tradición y hasta los que habían sido hasta entonces los enemigos de nuestra bandera, corrieron un día como yo, con el fin de combatir por Dios, por la patria y por el rey, sin pensar en si iban inútilmente al sacrificio.

Los aplaudí y los admiro, los reconocí en su abnegación. Eran los mismos o de la misma raza que los que combatieron otro tiempo a mi lado. Que la patria les haga justicia y vea en ellos una gran esperanza. Dios sabe que el afecto que les profeso me da vida y aliento para la empresa que he acometido. Pero si cuarenta años atrás me dejé arrastrar por la corriente del entusiasmo, más adelante me incumbió otro deber y lo cumplí. Deseaba que el príncipe llamado a representar las grandes virtudes del partido, se aprovechase de la experiencia, pero en vez de aprovecharse de ella, el que tenía derecho a la corona de España no ha querido aprender nada.

Antes de combatir hubiera deseado, si era necesario, que conquistase pacíficamente el aprecio y la aprobación de un país que no le conocía, y al mismo tiempo que el partido se reorganizase, y que, definiendo, y formulando sus ideas de una manera práctica, diera una garantía segura de su objeto político y de su sistema de gobierno; pero mis consejos fueron inútiles y mi conducta se ha considerado como un desprecio de la patria.

Para hacerme odioso en España se ha dicho de mí que en la prosperidad había perdido la fe religiosa, por la cual he derramado tantas veces mi sangre y por la cual estoy dispuesto a dar mi vida, y hasta se me ha calumniado llamándome traidor ¡Traidor yo sin ningún mando, sin ninguna relación, sin ningún compromiso con el príncipe especialmente por Ramón Cabrera! Perdonad esta expresión, pero nadie en España lo creerá, y el que autoriza semejante acusación sabe más que nadie que no es verdad. Previsiones se han realizado; la ineficacia de tantos esfuerzos, la inutilidad de tantos sacrificios me ha dado la razón, pero hasta ahora he debido limitarme a hacer un llamamiento a mis conciudadanos y a deplorar en silencio los males de la patria.

El triunfo de la anarquía no era ocasión oportuna para oponerme a una guerra justificada desde el momento que la revolución ha dado un paso que promete ser duradero, desde el momento que la corona ciñe las sienes de un príncipe que se envanece del más precioso de sus títulos del título de católico, y que ha sabido demostrar que desde su deber y la alta misión del que está llamado a ser el jefe de los generales, de los hombres de estado, y hasta de los ministros del Señor, incurriríamos, españoles, en irresponsabilidad , si nosotros, defensores de un pasado no siempre justo; si nosotros, defensores de reformas no siempre aceptables, desperdiciásemos esta ocasión de acudir a redimir en las gradas del trono el abrumador peso de nuestras discordias .

Los necios procurarán, sin embargo, avivar hoy más que nunca los resentimientos; pero veis ¿quién más ofendido que yo? Y, no obstante, en vano han intentado impedir prestar mi adhesión al monarca, evocando en mi alma dolorosos recuerdos. [...] me enseña y el corazón me dice que yo, al igual que mi hija, ser querido a quien [...] de una manera profana, debo morir perdonando a mis enemigos, y yo sé, y yo veo a ese ser querido me dice desde el cielo que hago bien.

Españoles: apiadaros de la nación que es también nuestra madre. Mi partido, que es el más perseverante de todos, secundará pronto, así lo espero, mi determinación, cada cual con sus convicciones y luchando noblemente bajo la protección de las leyes. Rechacemos de una vez la ofensa que a nuestra dignidad hacen los que nos califican de ingobernables, [...] conquistadores por tradición y por carácter, realicemos la mayor conquista que un pueblo puede hacer, la de triunfar de su desaliento. El día, el más brillante de nuestra historia, vendrá con la paz que desea ardientemente España, vuestro compatriota que os ama con toda su alma.


Ramón Cabrera. París, 11 de marzo de 1875. (Liberté)

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